lunes, 17 de marzo de 2008

Soy una bocazas.


Hoy he estado a punto de ganarme un palizón. Si no llega a estar a mi lado mi querido novio y algunos agentes de policía, de allí, de la calle Puentezuelas, no salgo viva.

No es la primera vez que algo así me pasa. Es casi un ritual ya de mis Semanas Santas. Lo peor de todo es que yo no busco provocar, en realidad soy bastante cobarde y la gente, debo reconocerlo, siempre me ha dado la mar de miedo. El caso es que intentaba yo llegar a mi casa cuando, de pronto, me vi atrapada en medio de una masa humana frenética, que no estaba dispuesta a hacer un pasillito para dejarme pasar, del miedo a perderse la salida de alguna gloriosa virgen o perder de vista el cucurucho de algún penitente. Sin protestar, lo juro, fui haciéndome paso, pero mi tarea era más ardua que la del mismo Sísifo. Y para colmo, yo que había condescendido en no protestar, empecé a escuchar en mi oreja las quejas de esta tropa enfebrecida de incienso: Qué manía con querer pasar!, se atrevía a decir una señora con 40 crucifijos colgados al cuello. Seguida del eco de otras beatas con bolsas de supersol "No tendrán otro sitio"? Ahí no pude más y dije, arrepintiéndome al instante: "Yo sólo pretendo llegar a mi casa, ustedes son las que han ocupado las calles como una panda de fanáticas..." y antes de que me diera tiempo a callarme, se levantó un abucheo creciente hacia mí, que se extendía por varias filas. Creo que me habrían dado un palizón de no ser por la policía, aunque más bien, creo que fue la presencia de mi novio, que me agarró y sacó fuertemente de allí, la que impidió la masacre. En fín, estyo segura de que hasta la poli habría contribuido en lincharme. Y es que no puedo callarme la boca. Cuando salí, iba pensando en lo que debería haber continuado diciéndoles: "ustedes tienen permiso oficial para ser unos fánaticos una semana, pero dejen a los simples mortales vivir"y también hubiera querido añadir que sus procesiones ni siquiera poseen atractivo, que se han quedado demodé y huelen a rancio. Y que son, además de macabras, Kitsch, pero ésto último, encima, ni siquiera lo habrían entendido. Afortunadamente no dije nada, porque como he dicho, soy muy cobarde. Pero no es la primera vez que me libro por los pelos.

Otra Semana Santa, En Almería, iba yo con otro novio mío (parece que siempre abro la boca con ellos cubriéndome las espaldas) cuando me vi de nuevo atrapada, frenada, sin posibilidad de avance. Estaba pasando justo el Cristo yacente con toda su sangre y sus pies con clavos. No tenía más remedio que mirar y no pude evitar el comentario a mi novio, por lo bajo (pero no voy a negarlo, consciente de que la señora de delante lo podía oir), de que los cristianos en el fondo eran unos macabros, y que no contentos con exhibir abiertamente su canivalismo en el acto de la comunión, paseaban también a su muerto lleno de sangre por las calles, lleno de desgarradoras heridas. Macabros, repetí, no hay otra palabra.

Por supuesto la reacción fue inmediata, y si no llega a estar mi novio para sacarme de allí, acabo envuelta en una absurda discusión teológica con una creyente desaforada, que por supuesto, no habría dudado en llegar a las manos.


Así que como no hemos hecho sino empezar la Semana Santa, he decidido hacerme con un horario de desfiles, para no tener más altercados y, para redimirme de la culpa por bocazas, he sacado El evangelio según Mateo de Pasolini, obra que a todo el mundo aconsejo.


Bye.

4 comentarios:

B.C.M. dijo...

La fe puede mover montañas y proporcionar monumentales palizas. Me alegra saber que sigues con vida (espero que no ta haya dado por arrepentirte y lanzarte a las calles a discutir de nuevo, buscando unas buenas hostias redentoras y acabar, pues eso, hecha un cristo). Esta noche me voy a ver El Silencio. Espero que no tengas la desdicha de cruzártela.

Hasta pronto y un abrazo.

Borges

Antonio Almansa dijo...

Dejemos que claven a jesus de nazareno en el madero. me gustan tus historias.

un beso.

p.d. este fin de semana escribiré un mail reseña. todavía no lo he podido ver.

Garmendia dijo...

Querida hermana,
lo bueno de la realidad, de la distancia y de lo arbirtrario perfectamente medido, es que todo puede ser visto desde puntos dispares. Anoche tuve una revelación. Después de una amplia dosis de humo narcótico, de encuentros y conversaciones, volviendo a casa por una estrecha callejuela del centro a la que hoy, seguramente no sabré volver, nos topamos de pronto con una procesión. Pili y yo nos miramos diciéndonos, Dios la que nos espera para atravesar esta diminuta calle. Avanzamos hasta que ya no pudimos más y entonces me di cuenta de la extraña atmósfera que lo cubría todo. Le susurré a Pili al oído "es la del Silencio" y de pronto se instaló un eco sordo en donde la realidad se había concentrado y todo era táctil y extrordinario. Los penitentes de luto con sus velas de luto y sus ojos enajenados dirigiéndose hacia nosotras, como si nuestros frágiles cuerpos fueran los extraños en aquel espectáculo. Intentábamos avanzar de vez en cuando por la estrecha calle y sentí que estaba recorriendo un pasillo mortal que conducía a la hoguera tras el juicio de todos aqullos ojos encapuchados que despertaban desconfianza. Volvimos a detenernos cuando la procesión retomó la marcha, la marcha fúnebre. Fue entonces cuando empecé a notar una suerte de envidia, quise fundirme con aquel espectáculo de espectros y sombras que avanzaban siniestras bajo la narcótica niebla del incienso que seguramente les ayudaba a seguir. Descubrimos que éramos las únicas personas que, en esa diminuta calle, en ese preciso momento seguíamos perplejas la procesión. Aquello me transportó a mi infancia, recordé y me alegré al verme mirar como lo hacía entonces, cuando con a penas cuatro años, me llevaban a ver aquellos pasos y yo siempre miraba los pies de los penitentes porque siempre he pensado que la identidad de una persona se encuentra en el calzado y me negaba a aceptar la idea de que todos aquellos cuerpos iguales no tuvieran una identidad propia que se escondía en sus pies. Fue cuando descubrí que algunos de ellos intentaban burlar mi espionaje para sacarlos de su estatus de rebaño y darles personalidad, dejando sus zapatos en casa y fundiendo la planta de sus pies con el pavimento inundado de cera incandescente. Debo confesar que tuve una especie de orgasmo, como si todo aquello estuviera preparado para el momento en que Pili y yo, apareciéramos por esa calle. Me sentí dentro de un cuadro, de una película de Orson Wells, dentro de un capítulo del Candide de Voltaire, recorriendo lugares de la mano de Kafka. Tras los penitentes avanzaban los que la ausencia de capirote les daba más aspecto de verdugos y llevan arrastrando una cruz tan negra como sus hábitos. A este grupo les seguía el trono de un cristo recién descolgado de la cruz. La calle era tan pequeña que tuve que meterme en la entrada de una casa para que el trono no me llevara por delante. Sentí el escalofrío de una repentina euforia colectiva o desestructuración del orden que reinaba y me imaginé muerta. El incienso penetró en lo más profundo de mi cuerpo y quise que se quedara. Me volví para ver desaparecer al grupo que, de espaldas se difuminaba entre la niebla del incieso y sólo se intuían las sombras puntiagudas que en silencio seguían su camino. Nos quedamos quietas viendo cómo se alejaban y continuamos en silencio el camino de vuelta como extasiadas por la imagen en la, que desde hacía años, no habíamos vuelto a reparar.

María Ruiz de Apodaca dijo...

Sin duda, El silecio, es su mejor obra.
Ayer, sentada en el Alhambra Palace, viví algo parecido. De pronto, irrumpió en el alboroto de la terraza el sonido de unas campanas que parecían golpeadas por el mismísimo San Pedro.El mundo quedó callado, la gente se puso en pie arremolinada ante el mirador. El redoble de las campanas y el silencio mortal de los humanos volvieron épico el momento. Ocurría que, abajo, con inmensa reverencia, sacaban al Cristo. Yo permanecí en mi silla,pero ya no leía, sólo era una espectadora de aquel cielo invadido de misticismo. Parecía que hasta los pájaros se habían callado.

Minutos después, como salidos de un encantamiento, los hombres volvieron a sus mesas y el mundo recomenzó su murmullo de voces y cubiertos.