martes, 15 de abril de 2008

El vampiro o su sombra


Mi hermana ha amenazado con vampirizar mi blog. Y no sólo la creo sino que la temo. Toda aspiración sanguínea que se ha propuesto la ha conseguido. Actúa casi siempre de noche (nació en las tinieblas de una noche de marzo). Ya de niña solía cubrirse la cara para que no le diera el sol y cuando estábamos en la playa, situaba siempre su toalla tras la mía para que yo le hiciese sombra y los rayos no le oscureciesen su querida tez blanca. Sin embargo, todo el que nos veía comentaba lo morenita y guapa que estaba la niña y ay que ver qué pálida que está su hermana (o sea, yo). También recuerdo sus frascos aromáticos; los guardaba con enorme celo en un maletín, imposible de localizar pese a todas mis audaces exploraciones. Ella decía que eran pócimas para robar a los hombres sus pensamientos. Cuando yo le decía que eran simples frasquitos de colonia me miraba poniéndose bizca (algo que sabía que me aterrorizaba) y murmuraba que con esos frasquitos consiguió conjurar su nacimiento.
Si yo me doblaba un tobillo, ella se partía, al día siguiente, la pierna por cuatro partes, de manera que mi sufrimiento quedaba desvirtuado. Cuando a los 11 años tuvieron que ponerme gafas (episodio de lo más trágico en mi infancia), vi en la cara de mi hermana la amenaza de otro vampirismo y, no sé si con ayuda de sus frasquitos mágicos o de su insistencia en ponerse bizca, a las tres semanas, la estaban operando en Barcelona y tuvo que llevar un parche en el ojo durante muchos meses. Su mirada entonces se volvió perversa, ya que cuando nos cruzábamos por la casa, alzaba su ojo con gran superioridad y mis gafas quedaban reducidas a algo sin grandeza ni originalidad.
Luego vino mi varicela y ella, en lugar de contagiarse, como hacen todos los niños, cogió una escarlatina. Inmediatamente, mi enfermedad se hizo de lo más vulgar.
De episodios de este tipo, tengo plagada mi infancia y adolescencia. Si yo dibujaba un bosque en llamas, ella pintaba el Amazonas calcinado; si yo tocaba el piano, ella lo insonorizaba con una batería eléctrica. Si yo me iba a Londres, ella sacaba un billete para Nueva York. Reconozco que ha habido etapas en las que me he alarmado, como aquella en que me colgaba ajos en el cuello cuando ella me visitaba o abría despiadadamente las cortinas de su casa en las horas en que más jode el sol. Pero lo único que conseguí es que sus amigos me tomaran por loca. Mi madre, que nunca ha querido ni oír hablar del tema, dice que todo lo que me pasa es que tengo un trauma con su fecha de nacimiento. Nunca quiero pensar en ello, pues es el origen de todos sus actos. Pero ahora me amenaza de nuevo y si está decidida a putearme, lo hará; de la misma manera con que decidió nacer un cinco de marzo, es decir, el día de mi cumpleaños, vampirizando así mi diminuto cuarto aniversario, y transformando esa fecha única en la historia de todo individuo, en un duplicado sospechoso.

Mi hermana vive en el norte de Oslo y sus visitas a España suelen coincidir siempre con los meses de enero o febrero. No me pregunten por qué. Tenemos pocas noticias la una de la otra. No sé si es ella quien se esconde de mí o yo de ella, pero siempre he tenido la sensación de que me vigila con alguno de sus ojos. Vive en el oscuro norte junto a su segundo marido, un escandinavo blanquísimo. Su primer marido fue una de sus presas, estoy segura de ello. Sé que esto no tiene ninguna gracia pero tengo el deber de contarlo. No pude celebrar mi boda porque su marido murió de sobredosis el día en que yo me casaba. Todo se canceló, hasta mi noviazgo, que no sobrevivió a los mordiscos de tal broma.
Actualmente trabajo como intérprete de francés e inglés y debo confesar que desde que recibí la amenaza de mi hermana, mi frágil estabilidad se tambalea de nuevo. Normalmente, sabemos la una de la otra por medio de mamá. Por eso, cuando empecé a ver comentarios suyos en mi blog, surgieron mis sospechas. ¿Qué quería de mí? . En el fondo, nunca se refería a mis escritos sino que elaboraba allí, un discurso a modo de comentario, un discurso enorme como una sombra gigante. Un día, coincidiendo con una visita suya a España, me sentenció, justo cuando mamá salía por la puerta: -Voy a vampirizar tu blog- , y se puso bizca durante un segundo, pero fue lo suficiente para que yo me sintiera tan aterrorizada como a mis 10 años y gritase: -¡mamá, mira a la niña! Ante lo cual, ella y su novio, el blanquísimo escandinavo, se echaron a reír.

Regresó a Oslo y al poco, mis miedos se disiparon, ya que durante dos meses no aparecieron nuevas sombras en mi blog. Hasta el otro día, cuando me encontraba trabajando en Bruselas. Estaba agotada tras las más de 4 horas interpretando cuando me dieron un aviso de descanso. Fui a caminar un rato. Al cabo de una hora regresé y me colocaron en una cabina junta a Suecia. Me conecté para traducir a partir del inglés que salía de la cabina sueca. Entonces oí una voz que decía: Voy a vampirizarte. Pegué un pequeño grito que se debió escuchar en todas las orejas de los pobres oyentes anglófonos. Cerré corriendo mi audio e intenté ver la cara de al lado, pero las cabinas están tan protegidas como una prisión. Tuve que reconectar para que no se dieran cuenta de la ausencia de español, pero esa vez había otra voz, completamente distinta.
Aturdida, terminé como pude. Corrí luego hasta mi hotel, me di una ducha y abrí mi correo. Había un e-mail de ella: Lo ves, tonta, ya he vuelto a hacerlo. Y ahora, vampirizaré tu blog.

Sólo he querido contarlo para que sepan que tengo miedo y para que, si empieza a surgir aquí una narrativa extraña, como de los Cárpatos, vengan a buscarme a casa por si he muerto. Como a mi familia no puedo decírselo sin que piensen que he vuelto a la droga, o me digan que trabajo demasiado o que tengo un trauma con su fecha de nacimiento, confío a mis lectores la misión, aunque penosa, de salvarme o, al menos, protegerme de la sombra del vampiro.





Interpretando a de Quincey


Empezaba a preocuparme de los pequeños descuidos en mi vida cotidiana, desde lo puramente doméstico (mi casa es un caos) hasta el olvido de las tareas de lectura y escritura. Justifiqué lo primero, pero no sabía cómo justificar lo segundo, así que me dije que, últimamente, no hago sino traducir y traducir, interpretar a europarlamentarios y volverme loca por las noches soñando que interpreto a Kundera desde el checo, a través del inglés, mientras una señal desde el fondo de una sala me advierte de que, en breve, tengo que pasar al español a Monsieur X, el francés que intervendrá a propósito de los OGM (los transgénicos,). Se comprenderá que con tal escenario, mi cerebro no recibe el suficiente cariño literario que siempre le ofrecí y su forma de quejarse es paralizándome narrativamente.
Así que, guiada por tales reflexiones, anoche abandoné los estudios de polaco, las reglas de la oratoria del Parlamento Europeo, los malditos giros económicos anglosajones, la insufrible prosa periodística italiana (se merecen a Berlusconi de nuevo) y toda la jerga jurídica de nuestros vecinos franceses, para encerrarme en la biblioteca personal de Alberto Manguel y dejarme arrastrar por el laberinto de sus lecturas. Abrí al azar Diario de lecturas y me tropecé con esto:

“Si uno empieza a permitirse un asesinato, pronto no le da importancia al robo, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente

T. de Quincey.

¿Cómo se puede decir algo tan aristocráticamente irónico, malicioso y moralmente travieso? Así que para Sir Thomas de Quincey, yo ya habría llegado a lo peor, descuidando las cosas cotidianas. Entonces, sólo me quedaba recordar en qué momento cometí el asesinato.
En cualquier caso, su macabra broma me aterró y me dio por sospechar si, en mi caso, el fiambre no habría sido la propia literatura.

jueves, 3 de abril de 2008

Herman, Paul y sus monstruos



No hacer absolutamente nada,
que es la cosa más difícil del mundo,
la más difícil y la más intelectual

Oscar Wilde





Siempre lo he citado pero cuando tenía la oportunidad de leerlo, simplemente, y muy al caso, prefería no hacerlo y acababa depositándolo de nuevo en la estantería. Hasta que un día lo abrí. Durante gran parte de la lectura de Bartleby el escribiente me ha acompañado la imagen de otro gran nihilista: el señor Teste; ese monstruo valéryano que siempre prefería no hacer, y no porque no supiera qué hacer o cómo hacer, sino porque prefería no escoger.
Esta forma de negación, de parasitismo, condujo a la muerte a ambos personajes. Entre Bartleby y Monsieur Teste hay una palpable semejanza pero también un abismo profundo. El nihilismo de uno es radical, el del otro es imperfecto, ya que en la negación de la vida de Teste hay una suerte de idealismo, aunque de lo más profano. Si en Bartleby existía una causa que justificase su actitud, la ignoramos, no se nos dice, lo cual convierte a este personaje en alguien sobrecogedoramente sospechoso. ¿Quizá intuimos en su silencio una verdad horrorosa que no se hace explícita, que no se nos quiere decir?
De Monsieur Teste conocemos, sin embargo, casi todo. El señor cabeza justifica su existencia parasitaria mediante causas filosóficas, ante las que podemos o no estar de acuerdo. Para Teste la infinita posibilidad de elección vuelve imposible la decisión. Sólo los necios no comprenden este hecho y actúan. Él no quiere pertenecer a esta saga: la estupidez nunca fue mi fuerte, nos advierte de primeras.
Para Teste, el acto es imperfecto. Y esa radical afirmación de lo perfecto (que sólo podría ser lo que no está en la vida) lo convierte en nihilista imperfecto. En el reino del intelecto, de las ideas – ese lugar idealizado de las posibilidades infinitas – todo queda a salvo de una muerte inevitable y paradójica: la muerte de darles vida.
De esta manera, Teste ha entrado en el terreno de la inacción, pues quien está en la nada como pureza, está en el infinito nulo.
Teste muere de un idealismo nihilista. Bartleby muere como un auténtico nihilista. No el que se destruye afirmando su rechazo a la vida sino el que, negándola, decide no ponerle fin y dejarse estar. Morir o no morir están en la misma jerarquía, porque para Bartleby no hay jerarquías. Para el señor Teste negar la vida es un acto jerárquico vital.