sábado, 19 de julio de 2008

Terpsícore


A mis queridos Franz, Robert y Richard,

La belleza es sólo esa mirada capaz de atravesar los compases del tiempo…





viernes, 18 de julio de 2008

Sueño de una noche de verano

El barrio está vacío, como si un huracán se los hubiera llevado a todos, porque aunque lo nieguen, a los ingleses también les asusta la lluvia y les lleva a encerrarse melancólicamente detrás de sus cristales. Puedo verlo cuando camino por St. John’s Wood, el precioso barrio que surge al noroeste de Regent’s Park. Camino tal y como hay que caminar: despacio. Porque así el paseo es verdaderamente un paseo, como decía Walser, que hizo del pasear un arte para el pensamiento. Parece simple pero en realidad no lo es. Uno tiene que concentrarse, sobre todo al principio, porque nuestro ritmo es el ritmo del galope aunque no tengamos prisa ni destino prefijado. Salgo de casa y echo a correr. Entonces me doy cuenta y retrocedo. No, no me equivoco. No quiero decir que ralentizo el paso, sino exactamente lo que he dicho: que retrocedo. Regreso a la puerta de Garden Court y empiezo de nuevo. Voy a dar un paseo verdadero. Y esta segunda vez las cosas han cambiado. Ahora veo las casas con todos sus matices y con todos sus secretos. El barrio está profundamente silencioso, solamente mis pasos, la lluvia y el murmullo de mi monólogo interno hasta que tropiezo con el murmullo interno que imagino tras las cortinas de ciertas ventanas. Concretamente, quiero hablar de una. La ventana del número 6 de Alma Square. En mis falsos paseos también noté su presencia pero estaba demasiado ocupada con mi prisa ilusoria. Pero, ¿qué dice esa ventana? Dice: aquí he creado mi espacio, aquí soy yo y soy bella en mi recóndito secreto. Además, enrojezco por la noche gracias a que mi espacio es un espacio perfecto.
Suelo acercarme siempre a oler las rosas que hay en todas las casas, pero hasta ahora nunca me he atrevido a acercar mi nariz hasta las rosas del número 6 de Alma Square. Una especie de respeto me detiene. Como si toda ella dijese: no te acerques, soy intocable en mi espacio perfecto. Anoten, he dicho "respeto".No es en absoluto una casa imponente, ni siquiera es la más bella o lustrosa del barrio. Es más bien tímida, grisácea, medio cubierta de árboles. Se diría que la negligencia de sus dueños es el arte de salvaguardarla del resto.

Esta noche de verano he recapacitado. La luz de esa ventana está ahí por algo. No hay más transeúntes. No hay nadie asomado desde ninguna casa. Nunca he entendido por qué la gente que goza de vistas magníficas, en lugares privilegiados de las ciudades, está siempre lejos de sus ventanas. Cuando paseo de forma verdadera por Madrid, me asombro de nunca ver a nadie tras los inmensos ventanales de las casas de la plaza Neptuno, nadie asomado por las ventanas del Palace, nadie en las hermosas casas de la calle Ibiza que bordean el Retiro, nadie en las terrazas del paseo del Prado. En París sucedía lo mismo. Ni un alma mostrando interés, desde la altura, por los secretos de allá abajo o por las inmensidades de allá arriba. ¿Dónde está esa gente? Sólo puedo reflexionar que sus vidas deben ser mortalmente aburridas si han perdido la esperanza de encontrar algo inigualable al lanzar sus ojos a través de sus ventanas. Pero éste es ya otro asunto. Volvamos a la casa de la calle del Alma. Me paro frente a ella. La desafío. Le hago preguntas molestas y acerco mi nariz hasta sus rosas. Me siento una heroína. En ese momento querría que todo el barrio de St John’s Wood se asomara a sus ventanas y me viera. Queremos ser invisibles salvo cuando estamos orgullosos. Queremos ser invisibles porque tenemos miedo de ser descubiertos en nuestros actos más torpes. Pero cuando la posible torpeza se transforma milagrosamente en hazaña, queremos que el mundo se dé cuenta de ello.

No obstante, no había nada de heroico en mi acto, solo podía cobrar sentido dentro de mi mitología y ésta queda totalmente fuera del alcance de los anónimos rostros que se esconden en su casa cuando llueve. Vuelvo a oler una de sus rosas y continúo mi paseo. Pienso que poseer esa casa es tan fantástico como poseer la luna o una terraza frente a la pirámide de Keops. Pienso en su propietario y en si será consciente de que tiene una terraza en un desierto milenario. Su propietario no debe ignorarlo; la casa de luz roja de Alma Square no es casual. Está allí por algo. Es de esa manera por algo. Sus rejas ennegrecidas se retuercen como las figuras diseñadas por Alphonse Mucha. Desde fuera percibo un dentro cuidadosamente desgastado, coloreado como un cuadro gótico. Imagino que allí solo puede vivir Morfeo, pero no un señor de los sueños cualquiera, sino el Hombre de Arena. El dueño de ese lugar solo puede tener cabellos negros y tez blanca. Por las noches nos regala sus libros y durante el día reordena su biblioteca. Así que yo voy a esperarle. Voy a pasear hasta que la noche esté tan dentro que al cruzar de nuevo su casa no tenga más remedio que invitarme adentro. Camino, doy vueltas circulares, segura de que mis pasos me dejarán de nuevo en el número 6 de Alma Square. Reconozco que me demoro porque me invade el miedo de que la luz roja esté ya apagada y el hombre de arena sea sólo un burgués que, aburrido de hojear el Daily Sport, se haya ido a la cama. Sigue lloviendo, pero apenas lo noto. Sólo al quitarme el sombrero veo que está empapado. La lluvia no es densa sino continuada. Cae como caen los segundos: suavemente y sin cesar, hasta que tu cuerpo está húmedo y tus cabellos grises.
-Te estaba esperando-, me dijo el hombre de Arena.
-Acabo de regresar de un viaje a Stonehenge-, mentí. -Y he venido a que me expliques qué soñaban los hombres de aquel tiempo.
-Soñaban que construían una terraza de piedras desde la que observar el futuro, respondió Sandman.
-Lo entiendo perfectamente, le dije.
-Ahora sí, pero mañana no lo entenderás, sentenció el hombre de Arena.
-No me importa, sólo he salido a pasear, añadí, y me fui, consciente de que ya había abusado demasiado del propietario del número 6 de Alma Square.

Como en los sueños, en mi camino de regreso, me pregunto por qué no le he preguntado tal o cual cosa, todas las curiosidades por las cuales me he acercado hasta allí y hasta él. Pero ya es tarde.
Solo he salido a pasear y pasear es una forma de soñar. Es como soñar. Hay que concentrase. Al principio parece difícil pero luego uno se acostumbra. Ya lo decía Walser: pasear es una forma de arte, como los sueños. Es terriblemente difícil dirigirse como uno debería porque hay que alejar la lógica de la realidad y expulsar los pensamientos cotidianos que nos enredan con su simpática impaciencia de querer controlar todo. Por eso, sé que esta vez no he soñado bien con el hombre del número 6 de Alma Square. No me he concentrado debidamente. La verosimilitud ha impedido que converse con Sandman y que me meta en su casa. Así que le he abandonado en medio de una absurda conversación. Tendré que volver a acostarme y empezar todo de nuevo, de la misma manera que tuve que retroceder hasta casa para realizar bien mi paseo.
En el origen está la clave del buen desarrollo de una trama.
Hay que asomarse a las ventanas de la plaza Neptuno y a los balcones de la rue St. Honoré. Hay que descorrer las cortinas que nos ocultan de la mirada del mundo. Hay que salir a pasear por St. John’s Wood en las noches lluviosas de verano. Hay que dejar que el hombre de cabellos negros que habita el número 6 de Alma Square termine de leernos su cuento y, entonces, estaremos sabiendo hacer lo que Robert Walser denominaba el verdadero paseo.
Por eso, ahora debería retroceder. No ralentizar mi paso, sino retroceder hasta la puerta de mi casa y hasta el umbral del sueño. Concentrarme en el salto que se da para escapar de la vigilia correctamente y adentrarse en el auténtico paseo. El paseo que, después, podrá ser contado si no se ha puesto uno a correr en el momento en que el hombre de arena o la lluvia han comenzado a caer como un murmullo sobre nuestras cabezas.

lunes, 14 de julio de 2008

Stonehenge

Me idolatráis porque, aunque estoy aquí, sabeís que pertenezco a otro lado cuya distancia es de milenios. Vosotros quereís sobrevivir pero yo soy el Tiempo, la Memoria, vuestro peso.

lunes, 7 de julio de 2008

Inglaterra en el Sur


Hay cuerpos que no aguantan la noche. Dominique sufre una patología nerviosa ante el invierno. No obstante, siempre elige el norte como destino para vivir. Sus inviernos son largas enfermedades empapadas de la ausencia de mar. Se agarra al calendario contando los minutos que quedan hasta el verano. La Rennaissance. La amplitud azul, el calor azul. En primavera sobrevive porque la esperanza de sol es, a menudo, más potente que el sol. Cuando vuelve al sur se jura que nunca regresará al norte, pero el final del verano viene siempre acompañado de una enfermiza nostalgia hacia aquellas ciudades, en parte, inventadas, y viaja de nuevo hacia ese placentero infierno de la historia europea. Allí enferma; todo su cuerpo es una fiebre anónima que tirita en su piel y se agota en los áridos museos, ante las grandes joyas preservadas, frente a las catedrales y las plazas tamizadas con esa lluvia persistente que hace del norte y, sobre todo, de Inglaterra, esa postal sublime y gris. A veces siente que es el final, que está llegando a algun sitio definitivo de su mente y que su cuerpo le está exigiendo una rendición. La entrega a las olas de agosto, al secreto milenario del sur. Un día concibió un proyecto: convertir el sur en un norte. Crear en el desierto, en esa tierra, en ese Dorado paisaje una nueva Europa. Tumbada en un sofá, mientras la lluvia cubre el barrio de St. John's Wood, imagina una enorme ciudad, una Babilonia a orillas del mar, con sus luces de tiempo y sus monumentos gastados. La imagina con todo el detalle posible, al estilo de un Praga o un Londres, y a la vez que aquella ciudad de espejos se eleva, una brisa cómica la deshace. Dominique sabe que su proyecto es imposible. No se puede construir Londres o París en una ciudad distinta a Londres o París. No se puede, a menos que se quiera duplicar el grosero error de un Las Vegas. Comprende que no es la vida, ni los museos o edificios, los parques o los ríos, lo que tiene que trasladar al sur, sino la Historia. Lo que ama de esas frías ciudades de la noche es su Historia. Pero la Historia pertenece al Norte, mientras que al Sur pertenecen el ahora y los días de luz, vacíos y sin historia, sin peso, como sus desiertos. Los paisajes lunares de Tabernas son la historia de un paso ininterrumpido de maravillosas nadas, que convierten al visitante en un privilegiado observador de la superficie lunar.

La historia es del Norte y el Paraíso del Sur.
Adán y Eva caminando sin pasado a sus espaldas, como esas siluetas alejándose en las calas de San José cuando cae el sol. Ese fue el último pensamiento de Dominique antes de deshacer Babilonia.
En el origen no hay memoria. En el origen, el paraíso es agua y fluye la luz sin peso.
La memoria son las sombras de la Historia que sostienen catedrales de tiempo y cielos inviolables.
Dominique tiembla de frío. - Es verano en toda Europa, pero en Inglaterra llueve.-
Sabe que debe volver al Sur. Sin embargo, coge su abrigo de agosto, su sombrero y su paraguas y camina hasta Trafalgar Square. Desde allí, unas nubes generosas permiten entrever la famosa torre del Parlamento, y el sonido de las campanas le recuerda los versos, por primera vez entendidos, de T.S. Eliot: "History is now and England", y lamenta estar atada a la historia de la noche como a la leve caligrafía de los días azules de Tabernas, vieja como la luna, y sin tiempo, como un instante de luz al que se vuelve una y otra vez.