jueves, 3 de febrero de 2011

Homenaje al lector invisible







No recuerdo cómo ni por qué le mostré la página en que decoraba el vacío. No era más que eso, un mero pasatiempo, una decoración sin objetivo que surgió del aburrimiento metafórico al contemplar la foto de una bailarina. Sin embargo, él se tomó aquel asunto como quien defiende una causa de vida o muerte, un imperativo categórico al que me vi súbitamente condenada.
Lector invisible que jamás dejaba huella de sus continuas entradas, lector impertinente, dedicado, paciente, halagador y, en gran medida, sospechosamente modesto. Cuando le preguntaba por sus silencios en mi página, su respuesta era tan seria que provocaba la carcajada: No estoy a tu altura.

Con la laboriosa meticulosidad de un relojero leía y guardaba todo lo que yo eructaba, y con la puntualidad de un reloj astronómico reenviaba cada texto a mi cuenta privada para que yo corrigiese cada uno de los a veces insignificantes errores ortotipográficos que sus meticulosos ojos habían detectado. Su trabajo adquiría entonces la gravedad de una cruzada religiosa y me ponía en un verdadero aprieto moral si yo no reaccionaba perfeccionando de inmediato aquellos fatales aunque minúsculos fallos.

Su dedicación era tan exagerada que yo no me atrevía a insistir en que aquello era sólo un pasatiempo por miedo a herir sus sentimientos de lector entusiasmado. Ya desde mi niñez, mostró su tendencia a exagerarme, lo cual trajo no pocos problemas. Haberle convertido en lector accidental de mis momentos de astenia lírica me obligaba a tener que responder a sus demandas de lector “sobre-afectado”, y tener que sortear la desmesurada distancia entre sus expectativas y mi minúsculo interés por la escritura.

Cuando le visitaba en su ciudad, podía encontrarme con la incómoda – y ridícula – situación de toparme con extraños familiares que inesperadamente comentaban mis supuestas actividades literarias. Entonces yo le lanzaba una mirada reprobatoria y letal que desaparecía en cuanto veía su sonrisa inocente y orgullosa.
No sé si me halagaba gustarle a alguien que opinaba que Borges escribía cosas raras y que Francis Bacon era un simple tarado, mientras ensalzaba sin mesura a Espronceda y creía que la pintura de Sorolla nunca sería igualada. Sus gustos en materia artística siempre me desconcertaron. Pero debo reconocer que gracias a sus diatribas contra Hesse y el “moralmente sospechoso” Passolini llegué, siendo aún adolescente, hasta El lobo estepario y la cinematografía del italiano.

Ni siquiera mis dos años de silencio narrativo mermaron su paciencia y cuando menos lo esperaba, oía su voz del otro lado del teléfono, diciendo, como quien no quiere la cosa si aún no había reformado aquel escrito o si de verdad no me importaba que estuviera allí publicado con todos aquellos fallos. A esas alturas yo ya no me molestaba en responder. Me habitué a aquella letanía como quien deja de oír el agua que se escapa de un grifo.

Desde hace seis meses ya no dice nada. El lector invisible se fue para siempre. Leyó, corrigió y guardó todo lo que escribí durante aquel breve episodio poético, durante aquella “edad lírica”, como la llama Kundera. La memoria siempre nos exagera, le escribí en el único poema que compuse exclusivamente para él; de ese poema precisamente jamás dijo una palabra, ni buena ni mala: un silencio absoluto. Pero puedo imaginar que sabía de memoria cada uno de sus versos.

Me tienta prometerle que revisaré los textos, que escribiré nuevos, que imaginaré que tras cada silencio está su mirada lectora, esa que entraba y salía sin dejar rastro, esa presencia constante que desde la invisibilidad corregía y admiraba cada párrafo. Pero como sucede con la memoria, creo que esa promesa estaría exagerada. Así que me contengo y simplemente le agradezco desde aquí su eterna paciencia ante esos textos que nunca llegaban, y su infatigable dedicación hacia esta causa perdida que, de algún modo, en algún rincón de mi cerebro, suscitaba un extraño orgullo de hija.

En memoria de mi primer lector, fallecido el diez de julio del dos mil diez.

2 comentarios:

Knut dijo...

Beautiful! I'm sure he will read this contribution and admire you again. May be the Von-Gould- family doesn't have a great reputation for being 'very musical', but the oldest daughter is very talented when it comes to writing prose.

Anónimo dijo...

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