«La verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto, realmente vivida, es la literatura»
Durante mucho tiempo quise ir a Illiers. Pensar en el tiempo es como pensar en la felicidad; parafraseando a San Agustín, se sabe lo que son hasta que te preguntan por ellos. No meditaré sobre el tiempo, ni sobre la memoria (ese falso espejo), ni sobre los pasos que se necesitan para que un pensamiento se convierta en acto, ni mucho menos, para que ese acto se convierte en acto feliz. Simplemente una mañana se aparece en un tren. Fuera, el aire es frío y los cristales se empañan. Se diría que es final de otoño, pero podría ser igualmente mayo o junio (así son las cosas en el Norte). Iba acompañada de mis hermanos. Íbamos en silencio, en conversación con la mente. Y entre paisajes, citas, recuerdos personales y recuerdos ajenos, dejamos que el tren se detuviera en una estación a varios kilómetros de Chartres. El viento ladeaba el diminuto cartel en el que apenas si era visible el nombre de Combray seguido por guión a su nombre verdadero: Illiers. “Nombres de tierras: el nombre”. La fascinación del nombre siempre precede al objeto.
La primera visión, un hotel junto a la estación llamado “Chez Guermantes”, nos hizo suponer que nos encaminábamos hacia un lugar “proustificado”, hacia un parque de atracciones para el intelectual, diseñado por las agencias más terroristas del planeta: las compañías de turismo. Allí decidimos tomar el primer café de la mañana e informarnos sobre el camino más directo para llegar al centro. La cafetería estaba vacía y tuvimos que esperar varios minutos hasta que una mujer, antagonista completa de Mm Oriane de Guermantes, se dignó a atendernos. Fuimos recibidos con un sentimiento de hostilidad que más tarde comprenderíamos que era sólo de extrañeza.
Cuando un pueblo fantasma decide no hablar, es mejor aceptarlo y esperar la aparición de algún cometa.
A medida que nos aproximábamos al centro, el silencio se hacía más y más pesado, más y más crítico, hasta que sólo quedó el recurso de la risa. Nuestro tímido jaleo sonaba como una fiesta impertinente en medio de la solemnidad de la plaza. Un hombre la atravesó empujando un carro. No cabía duda de que se trataba de un obrero. Sin embargo, antes de que nos hubiera dado tiempo a formular una pregunta, desapareció por una calle sin asfaltar. -Y bien-, dije rompiendo el repentino desconcierto, -esto debe ser la plaza de Combray, y esto-, dije elevando mi mano al cielo, -debe ser el campanario de la iglesia del pueblo-. Recorrimos el ala central contemplando las vidrieras, comprendiendo que ese fue el escenario en el que tuvo lugar el primer encuentro entre los ojos de un joven Marcel y una duquesa de Guermantes; esa irrepetible primera vez en que siempre germinan los mitos; ese momento imposible en que ha quedado establecido el destino de una vida. Toda vida está compuesta de esos signos.
Salimos de la iglesia con la expectativa de encontrar algún ser vivo. El hambre se había apoderado de nosotros y nada, salvo la esperanza, nos hacía suponer que podríamos satisfacerla.
Se huye del mundo hasta que se comprende que el mundo huye de ti y entonces sucede una maléfica inversión de papeles y se busca al semejante para reconocer en él que uno está vivo. Huir de la ficción para buscar lo cotidiano; una tarea mucho más complicada que escapar de un buen libro.
Tras varios rechazos, caras de asombro y diálogos de una invariabilidad espeluznante:
-¿Comer a las 3 de la tarde? ¿De dónde vienen ustedes? ¿De Marte? -No, de París- respondíamos al unísono, por fin en un bar se apiadaron de nosotros y nos ofrecieron unos bocadillos y una botella de vino.
No, decididamente, aquel Illiers-Combray no estaba proustificado. Es más, parecía como si allí, el nombre de Proust fuera tan sólo el de una familia de antaño que, por razones que se les escapaban, recibía muy de vez en cuando la visita de extraños forasteros (probablemente todos de Marte).
-¿Y qué hacen ustedes aquí?
-Venimos a visitar la casa de Marcel Proust.
-Ah, se refieren al hijo escritor de aquel médico, Adrien Proust. Su casa tiene un letrero, está a cien metros.
-¿Y la del señor Swan?
-A ese señor no lo conocemos. Y, ¿comen siempre tan tarde en París o es algo que importan de España?
Terminamos la botella y volvimos al silencio de las calles. Hay que añadir que habíamos escogido un lunes para nuestro viaje. Y los lunes en Francia son como nuestros domingos: todo un misterio.
La casa del Dr. Proust no era nuestra prioridad, pero sí el punto de referencia desde el cual pensamos que los signos empezarían a reproducirse. Y efectivamente, así fue. Al doblar una esquina apareció de nuevo el hombre del carro. Esta vez iba acompañado y se dirigía hacia una casa al otro extremo de la calle. Entraron, y la puerta del jardín entreabierta.
Maison de la famille Proust.
Voilà, allí estaban la verja, el muro y la campanilla (probablemente estropeada) que el señor Swan tocaba cada noche para desdicha de Marcel.
Empujamos la puerta y entramos en aquel espacio como quien pasa la página de un libro sin preguntarse si debe hacerlo. Pero las voces no tardaron en hacerse oír. Voces indignadas, voces de desconcierto:
C’est fermé. C’est fermé. Pas de visites, svp.
Poco importaron a aquellos obreros nuestras súplicas, la explicación de nuestro largo trayecto, de nuestro peregrinaje a esa Tierra Santa de la literatura. Y mientras nos exiliaban sin clemencia de aquel paraíso, ellos seguían profanando la hierba del jardín proustiano.
¿Proustificación u homenaje desierto?
Creímos que nuestra aventura tocaba a su fin y decidimos caminar por el campo antes de regresar a la estación donde cogeríamos el último tren. Fue entonces cuando apareció el cometa. Esa señal del cielo que no escapa a los de Marte. Pero no se trataba de una señal, sino de dos. Una indicaba Méséglise y la otra (en sentido opuesto), Tansonville, o lo que es lo mismo: El camino de Swan y el camino de Guermantes.
Sólo despertarse de la muerte y encontrarse con la conciencia viva de uno mismo podría servir de analogía para explicar el éxtasis en que caímos.
Tal vez, marcianos mejor informados que nosotros en materia proustiana, habrían sabido perfectamente que aquellos lugares existían de verdad, pero nosotros (y sobre todo después del mutismo encontrado en el pueblo) no sólo lo ignorábamos sino que estábamos fascinados con el descubrimiento.
Decidimos seguir el orden del libro y fuimos primero por el camino de Swan.
Recuerdo el tacto del musgo al caminar; también recuerdo su sonido, y el olor de la hierba húmeda de aquel paisaje de otoño, y la danza de colores de los árboles, y cada uno de los estanques cruzados, y el paso al llamado Pré-Catelan, donde Swan, según indicaba el letrero, poesía su casa, y la risa de Gilberta saliendo a través de los arbustos, y las campanadas de la iglesia a lo lejos.
Las horas se extendían como si fueran elásticas o estuvieran atrapadas en una tarde de verano infantil. El tiempo desapareció por completo. Recorrimos todo Méséglise y regresamos al punto cero para seguir la flecha que llevaba hacia el camino opuesto. Dos nombres, dos rutas, dos misterios antagónicos hechos de letras. El camino de Swan era como un jardín francés, cuidado hasta el detalle, racionalizado, de una belleza sutil, elegante. Al entrar en Guermantes, el jardín francés se transformaba en parque inglés; bello, salvaje, retorciéndose al capricho de la naturaleza, salpicado de estanques y piedras, setos y arbustos, flores y árboles de tamaño descomunal que se disputaban armónicamente un mismo espacio.
Al principio nos atrapó el malestar de la abundancia, el barroquismo verde del sendero, la exagerada exhibición de nombres y trayectos que salían de los rincones más inesperados, pero poco a poco fuimos reconociendo formas y el laberinto se convirtió en un tranquilo paseo. Sólo las horas nos pisaban los talones y las horas era lo único en que no queríamos pensar. Estábamos dentro de un universo sin tiempo o cuya organización temporal era dictada por el recuerdo. Sin embargo, nuestro tren tenía una hora fija de salida y había que retroceder todo un camino que, sin darnos cuenta, se había hecho inmenso. Cuando íbamos a dar la vuelta, recordé súbitamente el final de la Recherche y sin pensarlo dos veces, propuse seguirla; fieles y crédulos como Don Quijote, decidimos luchar contra los molinos verdes de Tansonville y continuar el camino hasta el final, en lugar de dar la vuelta. Si el narrador descubrió, como epílogo de una vida, que el camino de Guermantes y el camino de Swan se unían formando un círculo, no necesitábamos retroceder, sino continuar, para llegar a nuestro origen.
La vie n’est pas toujours la littérature.
Desafortunadamente, no tuvimos en cuenta la cantidad de páginas que había que recorrer para cerrar ese círculo: muchas horas o toda una vida. El sol empezaba a ponerse y las distancias en el campo, como en la nieve, el desierto o la lectura, engañan. Cuando nos dimos cuenta del error, el tiempo y el espacio ya nos habían ganado. Andábamos por aquel sendero infinito sospechando la posibilidad del fraude. ¿Llevaba realmente Tansonville a Méséglise o sólo había consistido en un recurso literario, una trampa en la que habíamos caído como lectores ingenuos, como marcianos desinformados?
En todo caso, habíamos perdido la batalla al tiempo y ahora nos amenazaba el espacio: un cielo oscuro que ya no guiaba nuestros pasos, un sendero cuyos límites se borraban, y un clima sin misericordia que amenazaba con aniquilarnos. Simplemente había que escoger entre correr o morir.
Morir en el escenario, dicen los artistas.
Morir en el mar, dicen los submarinistas.
En las cimas del mundo, dicen los alpinistas.
Pero nosotros no queríamos morir. Queríamos seguir leyendo y sobrevivir.
El terreno era resbaladizo, fangoso, a ratos seco, espinoso o agrietado. La naturaleza nos envolvía con su idioma polifónico. Corríamos a contratiempo a través de un lenguaje desordenado. Cruzábamos la Recherche en diagonal, disparatadamente, a oscuras, saltando comas, líneas, frases, párrafos enteros, páginas, capítulos, pero todo era inútil, no éramos capaces de dar con la salida, con ese crucial instante en que un camino abraza al otro. Ya sólo ansiábamos una señal. Algún cometa.
Así que rezamos, y a los pocos minutos nos deslumbró una luz, pero no venía del cielo, sino de un tractor que al vernos se acercó apiadado. Esa nave espacial nos llevó a salvo a través del campo en dirección al pueblo. Y como quien recibe una epifanía, así recibimos la visión de otra luz que se alzaba a lo lejos: la luz del campanario de la iglesia de Illiers. La luz del tiempo otra vez nuestro.
Cuando llegamos a la estación, nuestro tren había partido. Intentamos conseguir una cama en el hotel Chez Guermantes, pero aquella falsa Oriane insistía en que estaba completo. No discutimos, a pesar de que intuíamos que no sólo fuimos los únicos visitantes de Combray ese día, sino seguramente los únicos visitantes en mucho tiempo.
Nos encontrábamos en el punto de partida, en la misma estación con su letrero ladeado por el viento, pero atrapados en él.
¿Habíamos pasado de turistas a víctimas, de marcianos a personas?
Sin más señales del cielo, nuestra única salida parecía ser un taxi hasta Chartres. Allí podríamos tomar el último tren a París. Aquello nos arruinaría pero sabíamos que la salida al mundo real siempre es económica.
Era de noche cuando el coche arrancó y vimos cómo se desdibujaba, lenta y progresivamente, el campanario de la iglesia de Combray, todavía iluminado por la lectura, por las últimas farolas del recuerdo, cubierto de un misterio que lo hacia crecer inmensamente como una sombra desmesurada que amenazaba con alcanzarnos, de la misma manera en que siempre nos alcanza en la vida, la sombra inevitable del Tiempo.
La vie n’est pas toujours la littérature, mais elle la ressemble assez fort.
(Désolée pour la longueur du recit)